Discurso a la EFP del 6 de diciembre de 1967

El inmiscuir yo, desde el curso pasado, la función del acto en la red (cualquiera que fuera el uso que hicieron de este término determinadas opiniones expresadas en su tiempo), en el texto, digamos, del tejido de mi discurso —el inmiscuir yo el acto era condición previa para que mi propuesta llamada del 9 de octubre saliese a la luz.

¿Será acto dicha propuesta? Eso depende de sus consecuencias, desde la primera en producirse.

Este auditorio, a quien fue dirigida y que es su aval, lo escogí yo dentro de la Escuela, por constituir en ella dos clases. Esto tendría que querer decir que en la Escuela hay más posibilidades de sentirse iguales que en otros lugares, y al mismo tiempo tendría que salvar un handicap práctico.

Yo respetaba lo aproximado de la selección de la cual salieron los AE y los AME, tal como vienen censados en el listado de 1965, acerca del cual surge la pregunta de si tiene que mantenerse como producto mayor de la Escuela.

Y respetaba, con motivos, lo que se merecía la experiencia de cada uno en cuanto que evaluada por los demás: una vez realizada la selección, cualquier respuesta de clase implica la igualdad supuesta, implica la equivalencia mutua; cualquier respuesta cortés, se entiende.

Inútil pues que nadie, por creerse un figura, nos ensordezca con los derechos adquiridos por su «escucha», con las virtudes de su «control», con su gusto por la clínica, ni tampoco que tome la pose del sabihondo de su clase.

La señora X y la señora Y valen entre esas figuras tanto como los señores P y V Sin embargo se puede admitir que debido al modo en que se realizó siempre la selección en las sociedades de psicoanálisis, hasta el modo en que nosotros mismos fuimos seleccionados, se puede admitir que una etructuración más analítica de la experiencia prevalezca en algunos.

Pero el cómo se distribuye esta estructuración, de la cual nadie, que yo sepa, salvo aquel personaje que representó a la medicina francesa en el comité director de la Internacional Psicoanalítica, pueda pretender que sea un dato (él dice un ¡don!), éste es el primer punto que habrá que indagar. El segundo punto entonces viene a ser: constituir clases tales que no sólo respeten dicha distribución sino que, al servir a producirla, la reproducirán.

Estos son tiempos que se merecerían subsistir en esta producción misma; si no fuera así la cuestión de la calificación analítica puede verse planteada desde donde se quiera: y no especialmente en lo que concierne a nuestra Escuela, como quieren persuadirnos aquellos que la quieren adaptada. Por deseable que sea tener una superficie (que con gusto iríamos a derrumbar desde el interior) no tiene más alcance que intimidar y no ordenar.

Lo inadecuado no es que cualquiera se atribuya la superioridad, incluso lo sublime de la escucha, ni tampoco que el grupo se garantice con sus márgenes terapéuticos, lo inadecuado es que infatuación y prudencia sustituyan a la organización.

¿Cómo esperar hacer reconocer un estatuto legal a una experiencia de la cual no se sabe ni siquiera responder? Para honrar los non licet que he recibido, no puedo menos que introducir la elusión enfocada de forma curiosa, a partir de ese «ser el único» [être le seul] con el cual presumen de saludar ahí la infatuación más común en medicina, ni siquiera para cubrirlo con el «estar solo» [être seul], que es para el psicoanalista realmente la forma en que entra en su oficio cada mañana, lo cual ya sería abusivo, sino para, con ese «ser el único», justificar el espejismo de hacer de ello la caperuza de dicha soledad.

Así es cómo funciona el i(a) con que se imaginan el yo y su narcisismo, al meter una casulla a ese objeto a que hace la miseria del sujeto. Y esto porque el objeto (a), causa del deseo, por encontrarse a merced del Otro angustia a veces y se reviste contrafóbicamente con la autonomía del yo, como lo hace el cangrejo ermitaño con cualquier caparazón.

Se hace al artificio deliberado de un organon denunciado, y yo me pregunto qué debilidad estará animando una homilía tan poco digna de lo que está en juego.

¿Acaso se sitúa el ad hominem en darme a entender que se me está protegiendo de los demás, mostrándoles que son iguales a mí, lo que permite alegar que se me está protegiendo de mí mismo? Pero si yo estaba efectivamente solo, solo al fundar la Escuela y también al enunciar el correspondiente acto, lo dije tal cual: «solo como siempre lo he estado en mi relación con la causa analítica…» ¿Acaso por ello me habré creído el único [le seul]? Si ya no lo estaba desde el mismo momento en que uno solo me seguía, y no por casualidad, ése cuyos favores presentes estoy interrogando. Con todos vosotros, en lo que estoy haciendo solo ¿pretendería yo estar aislado? ¿Qué tiene que ver ese paso, por el hecho de darse solo, con creerse uno el único en seguirlo? ¿Acaso no me fío yo de la experiencia analítica, es decir en lo que de ella me llega por parte de quien se las ha arreglado solo con ella?

¿Acaso creo yo ser el único en tenerla? Si así fuera ¿para quienes estaría yo hablando? Lo que haría de mordaza, en todo caso, sería más bien el tener la boca llena de la escucha; la suya sería la única.

No hay homosemia entre le seul [el único] y seul [solo].

A mi soledad renunciaba yo al fundar la Escuela y ¿qué tiene que ver esta soledad con la que sostiene el acto analítico, sino el poder disponer uno de su relación con dicho acto? Porque si esta semana, de vuelta yo al seminario, sin esperar más he planteado el acto analítico, ¿no es notable que entre los eminentes que aquí me niegan la consecuencia de los tres términos por interrogar sobre su fin: objetivo ideal, clausura, aporía de su transmisión, ninguno de ésos mismos que acostumbran (costumbre de los demás) asistir para que se les vea, ninguno haya aparecido? Si después de todo mi proposición en ellos es pasión hasta el punto de reducirlos a murmurar, ¿no hubiesen podido esperar de una articulación patente el que les diera puntos que impugnar? Ahora, precisamente porque en preocuparme por este acto no estoy solo, es por lo que se escabullen ante quien es el único en arriesgarse a hablar de ello.

Lo que he obtenido de un sondeo confirma que se trata de un síntoma, tan psicoanalíticamente determinado como lo requiere su contexto y como lo es un acto fallido, si lo que lo constituye es excluir el dar cuenta de ello.1

Ya se verá si esta manera de adornarse es con la que se gana, incluso devolviéndome la pregunta: si por no asistir queda todo claro. No quieren avalar el acto. Pero el acto no depende de la audiencia alcanzada para la tesis, sino de que su proposición queda para todos legible en la pared, sin que se enuncie nada en contra.

Por eso fuisteis requeridos para responder a esa proposición y sin postergarlo.

¿Se consideraría aquí la prisa como vicio de forma? ¿No habré dicho acaso lo que se olvida de la función lógica de la prisa? Se debe a la necesidad de un determinado número de efectuaciones que tiene que ver, sí, con el número de participantes para que se reciba una conclusión, pero no se debe a ese número, porque la conclusión depende en su verdad misma de los fracasos [ratages] que constituyen dichas efectuaciones como tiempo.

Aplicad mi cuento de los presos, puestos a prueba de tener que justificar qué marca llevan (blanca o negra) para obtener la libertad: porque algunos saben que no saldréis, por más que digan, por eso pueden convertir su salida en amenaza, cualquiera que sea vuestra opinión.

Lo inaudito —quién pudiera creerlo salvo escuchándolo grabado en la cinta?— es que mi operación se identifique con el fantasma sadiano, que dos personas lo vean plasmado en mi proposición. «La postura se rompe» dice el uno; pero es de construcción. El otro sacó a relucir la clínica.

¿Dónde está el daño, sin embargo?, cuando no va más allá de lo que sufre el personaje achispado de marras que, después de palpar a tientas una reja, encuentra un barrote con una marca y concluye: «Los cabrones, me han encerrado». Pero la reja era del Obelisco y estaba él ¡en medio de la Plaza de la Concorde!

¿Dónde está el adentro, dónde el afuera?: los presos al salir —no los de mi apólogo— se hacen la pregunta, según parece.

Y yo se la propongo al que bajo el impacto de una chispa tan filosófica (antes de mi proposición) me confesaba (puede que soñara en mi presencia) el prestigio que sacaría en nuestro mundillo por dar a conocer que me dejaba, si sus ganas llegaran a dominar.

Que en esta prueba sepa que aprecio bastante su abandono como para pensar en él, cuando me lamento de tener tan poca gente a quien comunicar las alegrías que me suceden.

No penséis que yo también me desintereso. Simplemente despego de mi proposición lo suficiente como para que conste que me divierte que escape su flacura, la cual debería relajar los ánimos aunque la apuesta no sea flaca. En fin no tengo conmigo sino Suficiencias huecas, en todo caso faltas de humor.

[¿Quien se dará cuenta que mi proposición se ordena por el modelo del chiste, por el papel de la dritte Person?]2 Pues está claro que todo acto no es sino figura más o menos completa del acto psicoanalítico, ninguno hay que lo supere.

La proposición no es acto en segundo grado, sino nada más que el acto psicoanalítico, que vacila, por encontrarse ya en curso.

Siempre coloco balizas para que se orienten en mi discurso. En el encabezamiento de este curso luce la que se homologa de que no hay Otro del Otro (de hecho), ni verdadero sobre lo verdadero (de derecho): tampoco hay acto del acto, a decir verdad impensable.

Mi proposición se aloja en este punto del acto, por el que se verifica que nunca se consigue tan bien como fallando, lo cual no implica que el fallo sea su equivalente, es decir pueda considerarse como éxito.

Mi proposición no ignora que el discernimiento que solicita, implica el captar esta no-reversibilidad como dimensión: [otra escansión del tiempo lógico, el momento de fallar no es éxito para el acto sino cuando el instante de ese paso no es paso al acto, por parecer seguir el tiempo para comprenderlo].3

Bien se ve por la acogida que no he pensado en este tiempo. Solo sopesé que la proposición debía empezarlo.

El que plantee el acto psicoanalítico por el ángulo por el cual se instituye en el agente, esto, no es fallar sino para aquellos que hacen de la institución el agente de dicho acto, o sea separan el acto constituyente del analista del acto psicoanalítico.

¡Eso sí que es fallar, y de ninguna manera un éxito! Si precisamente el instituyente sólo se abstrae del acto analítico por producir ahí una falta [manque], justamente por conseguir comprometer al sujeto. Por lo tanto, por lo que ha fallado es como el éxito llega a la vía del psicoanalizante, cuando viene por el aprés-coup del deseo del analista y por las aporías que demuestra.

Estas aporías las he ilustrado hace un momento con una broma más actual de lo que parece, puesto que si el achispamiento del protagonista le permite reír a quien escucha, es porque lo sorprende el rigor de la topología construida por esa especial chispa.

Y así el deseo del analista es ese lugar de donde se está fuera sin pensarlo pero donde estar en él, es haber salido de verdad, o sea no haber tomado esta salida sino como entrada; no obstante no es cualquiera porque es la vía del psicoanalizante. No eludiré que describir dicho lugar con un recorrido de infinitivos, dice lo inarticulable del deseo, un deseo sin embargo articulado por el «sentido salida» [sens issue = «sentido salida» que resuena con «sin salida» (N.T.)] de dichos infinitivos, o sea por lo imposible, y aquí lo dejaré ahora.

Aquí parece que un control no sería superfluo, aunque se necesitó más para dictarnos la proposición.

Es muy distinto a controlar un «caso»: un sujeto (insisto) al que su acto desborda, eso no es nada, pero si desborda a su acto produce la incapacidad que vemos florecer en el parterre de los psicoanalistas: [y que se manifestará ante el asedio del obsesivo por ejemplo, cediendo ante su demanda de falo, al interpretarlo en términos de coprófago, y fijarla así a su cagada, hasta que por fin se llegue a faltar a su deseo].4

¿A qué tiene que responder el deseo del psicoanalista? A una necesidad que no podemos teorizar sino como deber hacer el deseo del sujeto como deseo del Otro, o sea hacerse causa de ese deseo. Pero para satisfacer esta necesidad hay que tomar al analista tal como está en el hecho, lo cual no le permite hacer bien en todos los casos de la demanda, acabamos de ilustrarlo.

La corrección del deseo del psicoanalista, según dicen, queda abierta, con volver a tomar el cayado y la vieira del psicoanalizante. Eso ya se sabe: son palabras en balde. Y digo que así será hasta que las necesidades no se juzguen a partir del acto psicoanalítico.

Por eso mismo mi proposición es interesarse por el pase donde el acto podría captarse en el tiempo en que se produce.

Y no ciertamente volver a colocar a nadie en el banquillo, pasado este tiempo ¿quién pudiera temerlo? Pero vieron tocado el prestigio de los galones. Permite medir el poder del fantasma de donde surgieron, recién cocidos para vosotros la última vez, los primeros sobresaltos que lanzaron la institución que llaman internacional, antes de que esta fuera su consolidación.

Esto, para ser justo, muestra que nuestra Escuela no va por un camino tan malo al consentir lo que algunos quieren reducir a la gratuidad de aforismos cuando se trata de los míos. Si no fueran efectivos, ¿cómo hubiera podido desenmascarar con una alineación alfabética ese replegarse, regla para responder a toda llamada a la opinión en un convento analítico, o incluso hace remedo del debate científico que no se anima ni ante una comprobación? Y de ahí por contraste el estilo de invectiva, maltratando al otro, que allí toman las intervenciones, y cómo se convierten en blanco los que se arriesgan a discrepar. Costumbres tan molestas para el trabajo como reprensibles cara a la idea, por simple que la quieran, de una comunidad de Escuela.

Si quiere decir algo adherirse a la Escuela ¿no será acaso para que a la cortesía, que es el lazo, según dije, más estricto entre las clases, se añada, en toda práctica donde éstas se ven unidas, la confraternidad? Pero, al solicitar a los más sabios para que opinasen, era perceptible que el acto psicoanalítico se estaba traduciendo con matiz de inquina, para que el tono fuera subiendo según iba desapareciendo toda posibilidad de evitación.

Porque si ya es notorio, según dicen, que en la Escuela se entra más adelante por querer salir ¿cómo no fiarse de su estructura?, salvo ser desbordado.

Le bastaría, me parece, una red más seria para ceñirla. Ya veis cuánto me importan esas palabras que quieren desafortunadas.5 Apuesto a que me los ganaré si les conservo mis favores.

No hablo del vuelco que se vaticina para mis aforismos. Esta palabra la creía destinada a llevar más alto el genio de quien no vacila en degradar así su uso.

Mientras tanto, es precisamente confesando la garantía que ella cree deber a su red tomada en el sentido de sus pupilos a título de la didáctica, como desde un primer momento y reiterándolo formalmente, una persona, a quien rendimos homenaje por el lugar que supo tomar en el medio psiquiátrico en nombre de la Escuela, declaró deber oponerse a toda consecuencia que resultara de mi proposición. La argumentación que vino a continuación fue una opción partidaria: ¿acaso considera como zanjado que la didáctica no podría no resultar afectada? Ya, pero ¿por qué en el peor sentido? Aún no lo sabemos.

No veo ningún inconveniente en que la parte de la red que se instituye en patronazgo del didáctico sobre su camarilla, cuando ésta lo consiente, sea propuesto a la cavilación con tal que un poco de razón haga de ello un motivo de éxito: pero consultad su valiosa denuncia en el International Journal, os informará sobre las consecuencias de tanto coraje.

Precisamente a mí me parecía que la proposición no denunciaba la red sino que en su disposición más minuciosa le cortaba el paso. De ahí que me extrañe menos que se alarmen por la tentación que ofrece a los pundonorosos de la contra-red. Lo que me impedía la vista era sin duda el negarme a extrañarme de que mi red no me estrangulase.

Tampoco me detendré en discutir una palabra como «la plena transferencia» en su uso de algarabía. Me río porque todos saben que es el golpe bajo más usual por dar siempre resultado en un campo en el que los intereses no se salvaguardan más que en otras partes.

Hasta cuando no se está en el ajo, es llamativo percibir, en determinados pasquines de difusión previa, que la red mía resultaría más peligrosa que las demás por tejerse desde la rue de Lille hasta la rue d’Ulm.6 ¿Y qué?

No creo en el mal gusto de aludir a mi red familiar. Hablemos de mi «bout d’Oulm» (así parecerá Lewis Carroll) y de sus Cahiers pour l’analyse.

¿Acaso propongo instalar mi «bout d’Oulm» entre los AE? ¿Y por qué no, si por casualidad un grupito d’Ulm se fuera a analizar? Ahora, tomada en este sentido, mi red, lo afirmo, no tiene a ningún «normalien» que se haya apuntado, ni esté a punto de hacerlo.

Pero la red de que se trata tiene para mí otra trama por representar la expansión del acto psicoanalítico.

Al captar a unos sujetos que no vienen preparados por la experiencia que lo autoriza, mi discurso prueba que aguanta induciendo dichos sujetos a constituirse por sus exigencias lógicas. Lo cual sugiere que quienes tienen la susodicha experiencia no perderían nada en formarse por las consecuentes exigencias, para luego restituírselas en su «escucha», en su mirada clínica y ¿por qué no? en sus controles; donde no las hace más indignas de ser oídas el que puedan servir en otros campos.

Porque la experiencia del clínico así como la escucha del psicoanalista no tienen por qué estar tan aseguradas de su eje como para no valerse de los puntos de orientación estructurales que de dicho eje hacen lectura. Ellos no serán demasiados para transmitir esta lectura, quién sabe: para modificarla, por lo menos para interpretarla.

Y no aduciré, por no ofender, los beneficios que la Escuela saca de un éxito que durante mucho tiempo conseguí apartar de mi trabajo y que, habiendo llegado, no lo afecta.

Esto me recuerda a un llamado pavo (en inglés) cuyas indignas propuestas tuve que soportar en julio del 62, antes de que una comisión de investigación, cuyo intermediario era, pusiera en juego a su sicario. El día previsto para el veredicto, decidido desde el principio de la negociación, el susodicho saldaba sus cuentas con mi enseñanza, más de diez años entonces, adjudicándome el papel de sargento de leva, los oídos de los que colaboraban con él manteniéndose sordos ante lo que les retornaba, a ellos, de la historia inglesa por hacer de enganchados borrachos.

Algunos son más quisquillosos hoy día ante la faz de expansión de mi discurso. Al tranquilizarse con un efecto de moda en este afluir de mi público, aún no perciben que podría verse impugnado el derecho de prioridad que creen tener sobre este discurso por haberlo guardado bajo su colchón.

Eso es lo que mi proposición contrarrestaría, al reanimar en el campo del psicoanálisis sus justas consecuencias.

Ahora bien, convendría que no fuera de este campo de dónde viniera el término no-analista para una labor que reconozco cuando lo veo resurgir: siempre que mi discurso instaura un acto en sus efectos prácticos, este término viene a tildar a los que así la entienden.

Eso para ellos no es grave. Demostró la experiencia que para caer en gracia la prima que pagan es baja. Quienes se separan de mí volverán a ser analistas de pleno ejercicio, al menos por la investidura de la Internacional Psicoanalítica. Un pequeño voto para excluirme, ¿qué digo? ni siquiera: una abstención, una disculpa dada a tiempo y recobran todos sus derechos en la Internacional, aunque formados de punta a rabo por mi práctica intolerable. Hasta podrán usar mis términos, con tal de no citarme ya que entonces no tendrán consecuencia por el ruido que los cubrirá. Que nadie lo olvide: la puerta no está cerrada.

Sin embargo para volver a ser analista existe otro medio que indicaré más adelante porque vale para todos, y no sólo para los que me deben su tropiezo, tal como una llamada banda-de-Moebius, auténtica caterva de noanalistas.7

Y es que cuando llegan a escribir que mi proposición tendría como meta entregar el control de la Escuela a unos no-analistas, no puedo menos que aceptar el desafío.

Y jugar diciendo que efectivamente éste es el sentido: quiero colocar unos no-analistas en el control del acto analítico, si hay que entender con esto que la presente situación del estatuto del analista no sólo lo lleva a eludir dicho acto, sino también degrada la producción que dependiera de ello para la ciencia.

Si el caso fuera otro, de personas ajenas al campo en cuestión, sí se esperaría una intervención. Si esto aquí no se concibe es debido a la experiencia de la que se trata, aquella llamada del inconsciente, puesto que a partir de ella se justifica muy someramente el análisis didáctico.

Pero tomando el término de analista en el sentido en que a tal o cual podemos imputar el no estar a la altura por un condicionamiento difícil de captar o por un estándar profesional, el no-analista no implica el no-analizado, que naturalmente, teniendo en cuenta la puerta de entrada que le doy, no pienso hacer acceder a la función de analista de la Escuela.

No se trataría ni siquiera del no-practicante, aunque admisible en este lugar. Digamos que allí pongo a un no-analista en esperanza, ese que se puede captar antes de que al precipitarse en la experiencia, experimente, según parece ser la regla, una amnesia de su acto.

¿Cómo concebir si no que yo deba hacer emerger el pase (cuya existencia nadie me discute)? Y eso, reforzándolo con el suspense que su cuestionamiento con fines de examen introduce. Con esta precariedad es como entiendo que se sustenta mi analista de la Escuela.

Bien, pues a éste entrego la Escuela, o sea, entre otros, primero la tarea de detectar cómo los «analistas» no tienen sino una producción estancada —sin salida teórica fuera de mi intento de reanimarla— en la cual convendría medir la regresión conceptual, incluso la involución imaginaria, en sentido orgánico (¿por qué no la menopausia? y ¿por qué no se habrá visto nunca invención alguna de algún joven en psicoanálisis?).

No lanzo esta labor sino para que surta reflexión por (quiero que repercuta) lo abusivo de confiarla al psicosociólogo, incluso al estudio de mercado, empresa que os pasó desapercibida (o, si no, es buena simulación [semblant]) cuando la presidió un psicoanalista profesor.

Pero observad que si una persona pide un psicoanálisis para proceder sin duda, ésta es vuestra doctrina, en lo que tiene de confuso su deseo de ser analista, esta misma procesión por caer de derecho bajo el golpe de la unidad psicológica, ahí va a caer de hecho.

Por lo tanto, desde otra parte, desde el acto analítico solamente es preciso situar lo que articulo sobre «el deseo del psicoanalista», que no tiene nada que ver con el deseo de ser analista.

Y si ni siquiera se sabe decir, sin hundirse en lo confuso desde lo «personal» hasta lo «didáctico», lo que es un psicoanálisis que introduce a su propio acto, ¿cómo esperar que pueda salvarse este handicap ajustado para alargar su circuito, y que se debe a que en ninguna parte el acto psicoanalítico viene diferenciado de la práctica profesional que lo recubre?

¿Será preciso esperar a que exista ese empleo de mi no-analista al sostener esta diferenciación para que, de un psicoanálisis (será una première) solicitado como didáctico sin que el envite sea el instalarse, algo surja de un orden de perder su fin a cada instante?

Pero la demanda de este empleo ya es una retroacción del acto psicoanalítico, es decir que de ahí parte.

Que una asociación profesional no pueda satisfacer ésta, producirla, tiene por resultado obligarla a confesarlo. Entonces se trata de saber si se puede responder a semejante demanda desde otro lugar, desde una Escuela por ejemplo.

Podría ser para alguna persona un móvil para pedir un análisis a un analista miembro de… la Escuela, si no ¿por qué motivo podría ésta esperarlo? ¿en nombre de la libre empresa? entonces que se monte otro quiosco.

A decir verdad, el riesgo que se toma en la demanda que sólo se articula con que emerja el analista, objetivamente debe ser tal que el que responde con la condición de asumirla, es decir ser analista, dejará de tener la inquietud de tener que frustrarla, al tener bastante que pelear para gratificarla con que surja algo mejor de lo que está haciendo de momento.

Forma de escucha, modo de clínica, tipo de control, de más impacto quizá en su objeto presente, al apuntar a su deseo mejor que a su demanda.

El «deseo del psicoanalista», este es el punto absoluto con el que se triangula la atención hacia lo que, por esperado, no se debe dejar para mañana.

Pero plantearlo como lo he hecho, introduce la dimensión en que el analista depende de su acto, al orientarse por lo falaz de lo que lo satisface, al asegurarse de no ser lo que allí se hace.

Por eso mismo el atributo del no-psicoanalista es el aval del psicoanálisis, y es lo que pretendo de unos no-analistas, que se diferencien por lo menos de los analistas de hoy, los que pagan su estatuto con el olvido del acto que lo funda.

A los que me siguen por esta vía, y sin embargo echarían de menos una calificación más descansada, doy, como lo había prometido, otra vía que no sea dejarme: Que me adelanten en mi discurso hasta dejarlo vetusto. Por fin sabré que no ha sido vano.

Mientras tanto tengo que sufrir unas extrañas músicas. He aquí la fábula en curso del candidato que cierra un contrato con su psicoanalista: «Tú me tomas a mis anchas, yo te aúpo en volandas. Espabilar y listo (quien sabe, alguno de esos normaliens que denormalizaría a una sociedad entera con esas ocurrencias petulantes que se están guisando durante sus años de holgazanería), ni visto ni oído, los confundo, y tú pasas como anillo al dedo: analista de la Escuela según la proposición».

¡Maravilla! Con sólo engendrar semejante ratón, mi propuesta se vuelve ella misma roedora. Y yo pregunto: esos cómplices, ¿qué podrán hacer a partir de ahí sino un psicoanálisis en que ni una palabra podrá escabullirse ante el toque de lo verídico, malográndose cualquier engaño por gratuito? O sea, un psicoanálisis sin rodeos. Sin los rodeos que constituyen el curso de todo psicoanálisis por no escapar ninguna mentira a la pendiente de la verdad.

Pero ¿qué quiere decir en cuanto al contrato imaginado, si éste no cambia nada? Que es fútil, o que, incluso cuando nadie está enterado, es tácito.

Porque ¿no se encuentra acaso el psicoanalista siempre, a fin de cuentas, a merced del psicoanalizante? Y tanto más cuanto que el psicoanalizante no puede ahorrarle nada si tropieza como psicoanalista, y si no tropieza, menos aún. Por lo menos así nos lo enseña la experiencia.

Lo que no puede ahorrarle es ese deser [désêtre] por el que se ve afectado, como término que se debe asignar a cada psicoanalista, término que me sorprende encontrar en tantas bocas desde mi proposición, atribuido al que asesta el golpe, que por encontrarse en el pase sólo puede verse connotado por una destitución subjetiva: el psicoanalizante.

Para hablar de la destitución subjetiva, sin entregar la solución del parloteo al pasador, parloteo cuyas formas al uso actualmente ya están haciendo soñar en sus medidas, la abordaré desde otro lugar.

Se trata de entender que no es la destitución subjetiva la que produce deser, más bien produce ser, singularmente y fuerte. Para tener alguna idea, suponed la movilización de la guerra moderna tal como se le presenta a un hombre de la «belle époque»: se encuentra en el futurista que lee su poesía, o en el publicista que provoca una gran tirada. Ahora, para lo que es el efecto de ser, se alcanza mejor en Jean Paulhan: Le guerrier appliqué [el guerrero aplicado], esto es la destitución subjetiva en su salubridad.

O también, imaginadme a mí en el 61, sabiendo que yo les servía a mis colegas para entrar en la Internacional, a costa de mi enseñanza que resultará proscrita. Sin embargo prosigo esta misma enseñanza, a costa para mí de no ocuparme sino de ella, sin oponerme siquiera a determinada tarea de alejar de ella a mi auditorio.

Estos seminarios, ante los cuales una persona al volver a leerlos exclamaba ante mí recientemente, sin segundas intenciones me pareció, que mucho debía haber amado yo a aquellos para quienes proseguía yo mi discurso, esto es otro ejemplo de destitución subjetiva. Así es, soy testigo: es «ser» y fuerte en este caso, hasta el punto de parecer amar ¡vaya! Nada que ver con el «deser», sobre el cual está la pregunta de saber cómo puede afrontarlo el pase, por revestir un ideal del cual el deser se despojó, precisamente porque el analista ya no soporta la transferencia del saber supuesto.

A eso respondía probablemente el «¡Heil!» del Kapo a que me referí antes, cuando al sentirse él mismo acribillado por su indagación, cuchicheaba: «Necesitamos analistas templados». ¿En su jugo quería decir? Dejémoslo: hablar de los campos de concentración, es grave, alguien creyó que debía advertirlo. ¿Y silenciarlos? Además prefiero recordar el comentario del teórico vecino que desde siempre hizo un amuleto de que se psiconaliza con su ser: su «ser el psicoanalista» naturalmente. En algunos casos esto está al alcance de la mano en el umbral del psicoanálisis, y a veces ocurre que se conserve hasta el final.

Paso por alto que alguien, entendido en el tema, haga de mí un fascista, y para acabar con las menudencias, retengo divertido el que mi proposición hubiera impuesto la admisión de Fliess en la Internacional Psicoanalítica, pero advierto que el ad absurdum precisa sagacidad, y que aquí fracasa ya que Freud no podía ser su propio pasador, y que por lo tanto no podía librar a Fliess de su deser.

Si me fío de los recuerdos tan concretos que la Señora Blanche Reverchon-Jouve me confía a veces honrándome, tengo el sentimiento de que, si los primeros discípulos hubieran sometido a un pasador escogido entre ellos, digamos: no su aprehensión del deseo del analista, cuya noción en aquel entonces no era ni siquiera perceptible —si es que para alguno lo es hoy día—, sino solamente su deseo de serlo, el psicoanalista, el prototipo dado por Rank en su persona del «yo no pienso» hubiera podido situarse mucho antes en su lugar en la lógica del fantasma.

Y la función del analista de la Escuela hubiese brotado desde un principio. Porque, vamos a ver, es preciso que una puerta esté abierta o cerrada, o estamos en la vía psicoanalizante o en el acto analítico. Se podrá hacerlos alternar como una puerta batiente, sin embargo la vía psicoanalizante no se aplica al acto psicoanalítico, cuya lógica es su consecuencia.

Estoy demostrando al escoger para mi seminario determinadas propuestas discretas, ahogadas por la literatura psicoanalítica, que cada vez que un psicoanalista capaz de consistencia hace prevalecer un objeto en el acto analítico (véase el artículo de Winnicott),8 se ve obligado a declarar que la vía psicoanalizante no puede sino rodearlo. ¿No es acaso indicar el único punto desde donde se puede pensar esto: el psicoanalista mismo en cuanto que es causa del deseo?

Bastante he dicho, me parece, para que se entienda que no se trata en absoluto de analizar el deseo del psicoanalista. No nos atreveremos ni siquiera a hablar de su ubicación nítida, antes de articular lo que lo necesita en la demanda del neurótico, la cual nos da el punto desde donde dicho deseo no es articulable.

Ahora bien, la demanda del neurótico precisamente es lo que condiciona el talante profesional, la afectación social, por la que sigue actualmente forjada la figura del psicoanalista.

Y que éste favorezca, con semejante estatuto, el desgranar los complejos identificatorios es patente, pero tiene su límite: que de rebote produce ciertamente opacidad.

Éste es, designado por la pluma del mismo Freud, el famoso narcisismo de la pequeña diferencia, perfectamente analizable sin embargo al relacionarlo con la función que en el deseo del analista ocupa el objeto (a).

El psicoanalista, como dicen, acepta ser mierda, pero no siempre la misma. Es interpretable con la condición de que se dé cuenta de que ser mierda, es verdaderamente lo que quiere, a partir del momento en que se hace hombre de paja del sujeto-supuesto-saber.

Por lo tanto, lo que importa, no es ésta o aquella otra mierda. Tampoco es cualquiera. Es que capte que esa mierda no es suya, ni siquiera del árbol al que recubre en el bendito país de los pájaros: donde más que oro vale un Potosí.

El pájaro de Venus es cagón. Y sin embargo la verdad nos viene en las patitas de las palomas, ya lo hemos visto. No es motivo para que el psicoanalista se tome por la estatua del Mariscal Ney. No, dice el árbol; dice no para ser menos rígido y hacer que el pájaro descubra que permanece demasiado sujeto a una economía animada por la idea de la Providencia.

Ya veis que soy capaz de adoptar el tono al uso cuando estamos entre nosotros. Algo he tomado de cada uno de los que dieron su opinión, menos la saña, me atrevo a decirlo: Ya lo veréis con el tiempo, que lo decanta todo, como el miedo al coco.

Concluyendo. Con cambiar mi proposición solamente por un pelín la demanda del análisis con fines de formación, bastaba ese pelín, con que se supiese de su práctica.

Permitía la proposición un control no ajeno a sus consecuencias. No contestaba ninguna posición establecida.

A ella se oponen los que serían convocados para su ejercicio. No puedo imponérselo.

Tan sutil como un pelo, no tendrá que medirse con la magnitud de la aurora.

Bastaría con que la anunciara.

Aquí dejo el discurso, careciendo de interés en este 1º de octubre de 1970 las disposiciones prácticas que lo cierran. Sin embargo conviene que se sepa que, al no leerse, se dijo de otro modo, como lo testimonia además la versión grabada, siguiéndola línea por línea. Aquellos que la recibieron y a quienes se le pidió, podrán apreciar la inflexión de su sintaxis hablada.

Aquí se hace más paciente, por lo candente del punto en juego.

El pase, o sea aquello cuya existencia nadie me contesta, aunque la víspera se desconociera el rango que acabo de darle, el pase es este punto en que por llegar al final de su psicoanálisis, alguien da el paso de tomar el lugar que ocupó el psicoanalista en ese recorrido. Oídme bien: para operar en ese lugar como quien lo ocupa, cuando de dicha operación él no sabe nada, sino a qué redujo al ocupante durante su experiencia.

¿Qué revela que con aplaudir porque yo subraye así este giro, se opongan sin embargo a la más evidente disposición por sacar: o sea, ofrecer a quien lo quisiera poder testimoniar de dicha experiencia, a cambio de encargarle la tarea de esclarecerla posteriormente?

Claro que aquí se mide la distancia, que me debe su dimensión, distancia del mundo que separa al tipo a quien se inviste, o que se inviste, poco importa, en todo caso que es sustancia de una calificación: formación, habilitación, apelación más o menos controlada, es igual, es hábito, incluso habitus, que este hombre lleve, la distancia digo que separa al fulano del sujeto que aquí llega sólo por la división primera que resulta de que un significante no lo represente sino para otro significante: Ur, en el urigen (el punto de partida lógico) está reprimido. Con lo cual, si se lo dijeran (no puede darse el caso porque, dice Freud, es el ombligo del inconsciente), entonces perdería la orientación de su representante: lo que dejaría la representación de la cual cree ser la cámara negra, cuando sólo es el caleidoscopio, en un desorden tal que no le facilitaría encontrar los efectos de simetría que aseguran su izquierda y derecha, sus deberes y culpas, y que le volvería a asentar en el regazo del Eterno.

Tal sujeto no viene dado por una intuición que resulte feliz por sostener la definición de Lacan.

Pero el extremismo de esta última desmarca las implicaciones con que se adorna la rutina de la calificación tradicional, las necesidades que resultan de la división del sujeto: del sujeto tal como se elabora por el hecho del inconsciente, o sea del hic, que ¿tendré que recordarlo? habla mejor que él, al estar estructurado como un lenguaje, etc.

Este sujeto no despierta sino porque para cada uno en el mundo, el asunto se vuelva distinto a ser el fruto de la evolución que hace de la vida un conocimiento [connaissance] para dicho mundo: sí, un tonto-sentido [conneriesens] con que puede todo el mundo dormir tranquilo.

Tal sujeto se construye con toda la experiencia analítica cuando Lacan con su álgebra intenta preservarlo del espejismo de ser Uno: por la demanda y el deseo que plantea como instituidos del Otro, y por la barra que ahí viene por ser el Otro mismo, haciendo que la división del sujeto se simbolice con la S, y éste, sujeto entonces de afectos imprevisibles, de un deseo inarticulable desde su lugar, se hace una causa (como quien dice, se aguanta) se hace una causa con el plus de goce, del cual sin embargo, al situarlo con el objeto a, Lacan demuestra el deseo articulado, por supuesto, pero desde el lugar del Otro.

No se sostiene todo esto con cuatro palabras, sino con un discurso que, notémoslo, primero fue confidencial, y que su paso al público para nada permitía a otro fanal confidencial dentro del marxismo, dejarse decir que el Otro de Lacan es Dios como tercero entre el hombre y la mujer. Esto para dar el tono de lo que Lacan encuentra como apoyo fuera de su experiencia.

Sin embargo resulta que un movimiento que llaman estructuralismo, patente en denunciar el retraso tomado respecto a su discurso, y una crisis, en que la universidad y el marxismo se ven reducidos a nadar, no hacen impensable estimar que el discurso de Lacan se confirma, y tanto más cuanto que la profesión psicoanalítica está allí ausente.

Con lo cual este texto toma su valor por apuntar ante todo adonde se fomentaba una proposición: el tiempo del acto, en que no se podía admitir ninguna contemporización por encontrarse ahí mismo el resorte de su estampilla.

Sería divertido puntuar este tiempo con el obstáculo que pone de manifiesto. De un «Directorio» consultado que se lo toma a la ligera al sentirse aún juez, aunque se pueda distinguir tal o cual fervor por salir como flecha antes de captar por dónde viene el viento, pero ya claramente una determinada frialdad en sentir lo que aquí sólo puede extinguir su reclamo.

Pero desde la audiencia más amplia aunque reducida, de la cual, prudente, solicito la opinión entre los que ahí tienen su establecimiento, se eleva un temblor: que el punto que he dicho quede cubierto para quedar en sus manos. ¿No mostraba yo, acaso, con mi forma de salida discreta en mi «Situation de la psychanalyse en 1956» [Situación del psicoanálisis en 1956], que sabía que una sátira no cambia nada?

Así como convendría que cambiaran aquellos de quienes depende el ejercicio de la proposición a título de nombrar pasadores, recoger sus testimonios, sancionar sus frutos. Su non licet pesa más que los licet que son sin embargo, cualquiera que sean los quemadmodum, mayoría tan vana como aplastante.

Aquí se toca lo que se obtiene sin embargo por no haber contemporizado, y no es solamente el que —abierta por la emoción de mayo que agita hasta las asociaciones psicoanalíticas, y también a los estudiantes de medicina, sabiendo que se tomaron el tiempo para adherirse— mi proposición se aceptara con gran facilidad un año y medio más tarde.

Al entregar —solamente a los oídos capaces de restablecer la distancia— los temas, el tono cuyos motivos se sueltan con ocasión de las opiniones que solicité de oficio, mi respuesta deja, de la peripecia de mi suerte, una huella propia: no digo un progreso, no lo pretendo ya se sabe, sino un movimiento necesario.

Respecto al acceso a la función de psicoanalista, lo que pueda yo denunciar de la función de la influencia en su planteamiento, de la mueca social en su gradus, de la ignorancia cualificada en los que se escoge para responder de ella, eso no es nada ante el rechazo a conocer lo que en el sistema hace bloque.

Porque basta con abrir el boletín oficial con que la asociación da a sus actos alcance internacional, para encontrar, literalmente descrito, tanto o más de lo que yo puedo decir. Una persona me sugirió, al releer mi texto, que precisara el número del International Journal al que me refiero. No me molestaré: ábrase el último. Allí se encontrará, hasta con un título que lo anunciara con este mismo término, la irreverencia que acompaña a la formación del psicoanalista: nos damos cuenta de que se trata de ponerlo en cartelera. Y es que al no conllevar ninguna propuesta para ir más allá en esos impases, todas las cobardías, es lo que dije antes, se admiten.

Lo mismo diré —aunque solamente desde mayo del 68— de debates multicopiados que me llegan del Instituto Psicoanalítico de París.

A diferencia de la Escuela, donde se produce mi proposición, de dichos lugares no llega ningún eco de dimisión alguna, ni de que se lo planteen.

En cuanto a mí, no he forzado nada. Sólo tuve que no tomar partido en contra de mi proposición, retornándome ella misma desde el floor —hay que decirlo: bajo fórmula más o menos inspirada— para que la más segura se imponga con mucho a la preferencia de los votantes, y que la Escuela pudiera salir a la luz al verse aligerada de sus estorbos, sin que éstos tuvieran de qué quejarse, ni del pago de sus servicios en su época, ni del aura mantenida de su cotización.

Vuelvo a leer las notas que me reprochan este desenlace considerando la pérdida que supone para mí como señal de falta de sabiduría. ¿Sería acaso más grande que lo que ahí demuestra mi discurso sobre su necesidad?

En el curioso odio9 de los que antaño se vieron imposibilitados de saber lo que digo, sé lo que hay que reconocer como transferencia, o sea: más allá de lo que se impone de mi saber, el que se me supone, por más saber que se tenga.

¿Cómo la ambivalencia —por hablar como los que creen que amor y odio tienen un soporte común— de un sujeto dividido no iba a ser más viva porque yo lo apremie con el acto analítico?

Oportunidad de decir por qué durante mucho tiempo sólo pude considerar como cuentos el hecho sorprendente —tomándolo bajo su ángulo nacional— de que mi discurso se viera recusado por los mismos que tuvieran que interesarse por el hecho de que, sin este discurso, el psicoanálisis en Francia sería lo que es en Italia, o en Austria incluso, ¡o a donde sea que fuéramos a pescar lo que se sabe de Freud!

La anécdota es el caso que hay que hacer al amor: ¿cómo será que lo que es regla para cada cual en lo particular, provoque semejante inflación en lo universal? Que el amor no sea sino encuentro, es decir puro azar (cómico, dije), eso no lo puedo desconocer en los que estuvieron conmigo. También es lo que les deja sus oportunidades, por todos lados. No diré lo mismo de los que en mi contra fueron advertidos, el que se lo hayan merecido no cambia nada.

Sin embargo ante los sabios esto me limpia de cualquier atracción para la serie cuyo pivote soy, pero no el polo.

Porque el episodio de los que se podía considerar que se habían quedado conmigo no por casualidad, permite comprender que mi discurso en nada apacigua el horror del acto psicoanalítico.

¿Por qué? Porque es, mejor dicho sería, el acto que no soporta el semblante.

He aquí por qué el psicoanálisis es en nuestro tiempo el ejemplo de un respeto tan paradójico que traspasa la imaginación, porque se refiere a una disciplina que sólo se produce por el «semblante». Es que ahí hasta tal punto está al desnudo que tiemblan los semblantes por los que subsisten religión, magia, piedad: todo lo que se disimula con la economía del goce.

Sólo el psicoanálisis abre lo que funda esta economía en lo intolerable: éste es el goce del que hablo. Pero al abrirlo, el psicoanálisis lo cierra al mismo tiempo y se alía con el semblante pero un «semblante» tan insolente que intimida a cuantos en el mundo hacen remilgos.

¿Llegaré a decir que en psicoanálisis no se cree en lo que se hace? Sería desconocer que la creencia, siempre es semblante en acto. Un alumno mío un día dijo sobre esto cosas valiosas: se cree no creer en lo que se declara fingir, pero es un error, porque basta con casi nada, que por ejemplo ocurra lo que se anuncia, para que se perciba que se cree en ello y que creérselo, asusta.

El psicoanalista no quiere creer en el inconsciente para reclutarse. ¿A dónde iría a parar si se diera cuenta de que lo cree por reclutarse de semblantes de creérselo?

El inconsciente, él, no hace semblante. Y el deseo del Otro no es un querer de mentirijillas.

Notas

1 Así, alguien, sin ninguna intención de no venir, es sólo que a esa hora tiene cita con su dentista.

2 Esto fue saltado en la respuesta, por lo que lo enmarco entre corchetes, indico esta estructura porque nadie se dio cuenta aún de ello…

3 La misma observación.

4 La misma observación. Añadir que esto es propio para dar un peso muy distinto a esa red, tema polémico de aquel debate.

5 Véase más abajo.

6 Desde mi consulta hasta la École Normale Superieure donde entonces tenía lugar mi seminario y era escuchado por una generación.

7 Caterva que se resabió en el primer número de Scilicet cuya salida fue pronto objeto de curiosas maniobras, cuyo escándalo para algunos sólo residió en su divulgación. En la fecha del 6 de diciembre esto aún estaba por venir.

8 On transference, I.J.P., octubre 1956, número IV-V, páginas 386-388. Artículo que introduje el 29 de noviembre de 1967 para indicar cómo el autor solamente ubicó un objeto privilegiado de su experiencia, calificándolo de false self, al excluir su maniobra de la función analítica, tal como la sitúa. Sin embargo no articula ese objeto sino por el proceso primario, lo que saca de Freud. Allí reveló el lapsus del acto analítico.

9 ¿Podrá creerse? En el caso con que lo ilustro en Scilicet 1, esto se reiteró con el mismo estilo: o sea, una carta que no se sabe por donde cogerla, lo irreprimible de enviarla o la confianza en mí que ella expresa. Digo: el sentimiento de mi realidad, está ahí conforme con la idea que se tiene de la norma en esta cuestión, y que denunciaré en estos términos: la realidad es aquello sobre lo que se descansa para seguir soñando.